miércoles, 18 de enero de 2012

Un calvario de 48 horas

El Pais.com, Cali, Domingo, Septiembre 20, 2009.
 
Un periodista de El País se sumergió durante 48 horas como indigente en El Calvario y encontró un mundo de droga, locura, hambre y miedo. Viaje al infierno de la indigencia.
 

Aquí viven, y pasan sus días la mayoría de habitantes de calle. Admiten que consumen bazuco y sacol, trafican con alucinógenos, roban en las calles y duermen en inquilinatos cuya noche cuesta $3.000, pero también dicen que, a veces, reciclan, trabajan. Oswaldo Páez / El País.


Por: Adolfo Ochoa Moyano, reportero de El País.

Una mano diminuta se cierra sobre mi muñeca izquierda, haciendo que me detenga en el acto. Cuando me vuelvo a mirar quién es, mi corazón se aprieta. Se trata de una niña de 12 años, máximo. Lleva el cabello castaño recogido con una cola de caballo, adornada con chaquiras de varios colores.

Trae puesta una camiseta blanca, con manchas secas de pegante en el pecho. No me mira a la cara. Mantiene los ojos clavados en el suelo y con esa vocecita que a esa edad sólo debe servir para decir palabras como amor, papá, abuela, regalo, me dice “deme dos lucas ($2.000) y le hago lo que quiera”.

Detrás de la niña veo a varios adultos fumando bazuco. Seguro entre ellos está su madre esperando el éxito en la transacción. Siento asco.

Me libero y actuando de la forma más apacible que puedo le digo que no traigo dinero. Me atrapa de nuevo y me hace una contraoferta: “Al menos deme marihuana o algo para meterme”.

El mundo gira más rápido. “No, no tengo nada”, atino a decir y emprendo la huida tan rápido como puedo, pero la pesadilla no está sólo allí. Está en todos los lados hacia donde miro.

Me parece inverosímil que en ese sector, más pequeño que cualquiera de los centros comerciales de la ciudad, se aglutinen tantos dramas que parecen sacados de un libro de terror. Ante mis ojos desfilan niños armados con cuchillos y pistolas hechizas, abuelitos que guardan monedas en el ano para que no los roben mientras duermen. Pequeñas que venden sus cuerpos antes de que se les alcancen a desarrollar.

Nunca supe cómo se llamaba la niña. Pero, horas después ‘Zeta’, un antiguo jíbaro del barrio El Calvario, me explicó que ese es solamente uno de los cientos de casos de prostitución infantil. Me dice con desparpajo que eso es tan común como si en lugar de ofrecerme sexo me hubiera ofrecido uno de sus juguetes. “Cosa de todos los días”, sentencia, “la vida acá es así de ‘hijuep...’”.


Adentro, la jungla

Tengo miedo pero me lo trago. Estoy de pie en la entrada de El Calvario, una de las zonas marginales de la ciudad que más incertidumbre produce entre la gente, tanto por su misterio como por el aura de peligro que la rodea siempre.

Faltan 28 horas para mi encuentro con la niña. Ahora mismo mi misión periodística es entrar en la oscura barriga del monstruo que es la indigencia en Cali. Fingir que soy uno de ellos. Zambullirme para vivir en carne propia, durante dos días, ese problema feroz que es como un cáncer que ya hizo metástasis.

Las calles de El Calvario huelen a humo, a basura y a estiércol. Huelen a miedo y a desesperanza. En el aire viajan partículas de bazuco que ahogan los pulmones desacostumbrados.

Con el primero que me topo es con ‘Zeta’. Me dicen que es de confianza. Que es otro muy diferente a aquel ser violento que impuso su ley en la zona, a fuerza de sangre y fuego. Pero que aún conserva algo del respeto que le tenían. Siento que a su lado estaré seguro.

Es lunes y no tengo idea de qué hora es. No llevo reloj, celular ni dinero. Soy un habitante de la calle sin más pertenencias que la ropa que traigo puesta, pero hasta eso es susceptible de ser robado. Me aterra lo vulnerable de mi situación. Dependo de ‘Zeta’, mi vida está en sus manos.

‘Zeta’ y yo estamos sentados en el Hogar de Paso de los Samaritanos de la Calle. Acá limpian y alimentan a los indigentes. Les sacan pulgas, piojos, garrapatas y hasta gusanos que se les comen la piel y la carne. Incluso les enseñan a leer y a escribir, les ofrecen otra oportunidad. Este oasis es mi última parada antes de entrar a ese purgatorio de almas perdidas.

De entrada, ‘Zeta’ me señala la zona roja, el lugar que debo evitar por ser nuevo. El gesto que hace para delimitar esa línea imaginaria que determina si vivo o muero me produce una punzada en la parte de atrás de la cabeza.

Levanta la mano derecha y haciendo un perfecto círculo en el aire me dice “a alguien como usted, que nadie conoce, no le conviene meterse solo por allí. Además, tiene la piel muy blanca y le faltan chambas (cicatrices)”.

“A usted lo dejan sin pantalones donde se asome por allá”, agrega ‘Equis’, otro habitante de la calle, que ni siquiera levanta la mirada hacia mí. Resopla cansado. Su aliento mortecino me alcanza y es como si el olor sirviera para acentuar sus palabras de alerta.

La primera regla que me enseñan es que allá todo se mueve con drogas. La mirada perdida de la niña que me pide que la use para poder narcotizarse les dará la razón más tarde. La droga determina quién vive o muere. Pone y quita ‘reyes’. ‘Zeta’ me mira con una sombra de desilusión y me recuerda que si ese ‘hueco de mierda’ existe es por culpa de la droga, de nada más.

En los barrios El Calvario y Sucre, separados apenas por la Carrera 15, las ollas de expendio de drogas son tantas que el simple intento de cálculo marea.

En una sola cuadra se pueden contar hasta ocho casuchas que esconden en su interior kilos del alucinógeno que se requiera, el que sea: pastillas medicadas, éxtasis, heroína...

Le pregunto a ‘Zeta’ si ante semejante oferta los únicos clientes son los mendigos. No me dice nada, pero con un gesto me indica que mire hacia la esquina de la Carrera 15 con Calle 10.

Veo parqueado un Chevrolet rojo. De pronto, un chiquillo de unos 13 años atraviesa veloz la calle y llega a la ventanilla del conductor. Regresa corriendo y lo pierdo de vista. Segundos después vuelve al vehículo con un paquete bajo el brazo. Lo entrega y el carro se va. Comprendo que los clientes también son de saco y corbata.

‘Zeta’ me explica que la oferta de sustancias ilícitas es absurda en El Calvario y Sucre. Reitera que todo lo mueve eso, la droga. Y es que los precios son absurdos. Una dosis de heroína, que en otros puntos de la ciudad puede costar $25.000, en las calles de El Calvario vale sólo $5.000. Una pepa de éxtasis no pasa de $4.000. Diez veces menos que en una rumba electrónica.

Desde luego, el ‘plato fuerte’ del sector es el bazuco. Es el que más rápido se vende. La mayoría de los habitantes de la calle están enganchados a ese polvo amarilloso, parecido a la leche en polvo, que a ellos mismos asquea, pero sin el que algunos ya no pueden vivir.

Los responsables de la masiva demanda de ese alucinógeno en el sector son los jíbaros. Primero, porque los precios son ínfimos. Cada papeleta se puede conseguir en $300, lo mismo que una pastillita de caldo para sopa.

Y segundo, porque cada expendedor se encarga de agregarle cuanta sustancia se le ocurre para hacer su efecto menos duradero y así vender más dosis. El bazuco que no es más que sobras de base de coca es mezclado con cal, talco para pies, harina, cemento y ladrillo.

Por eso, no es raro recorrer el barrio y toparse con personas raspando las paredes con desespero. Buscan sentir en su cuerpo un poco el efecto de una dosis de bazuco que ya no pueden pagar y ese polvillo de cemento o cal es el único reemplazo que encuentran.

Pero, aunque la práctica de rebajar el alcaloide es común, en unos expendios es más puro que en otros y esa diferencia se conoce bien allá adentro.

Cada olla entrega su mercancía en un papelillo estampado con su propia marca. Hay bazuco de ‘Nemo’, la Z, los ‘Escorpiones’, ‘X- Men’. Pero, ‘La Araña’ es la más conocida. Es legendaria.

Rodrigo, un indigente caucano enorme, con sólo dos dientes negros en la boca y medio pulgar en la mano derecha, recuerda que hace algunos años apenas ‘La Araña’ era una gota de agua en el desierto.

Señala, con un dedo llagado que supura agua-sangre y pus, hacia una casa de tres plantas y me explica que en el pasado ese sitio parecía la salida de un estadio. Me dice que había filas de mendigos de hasta tres cuadras. Allí era el expendio oficial del mejor bazuco de El Calvario. Las disputas afloraban por lo incontrolable de la situación y en no pocas ocasiones los conflictos terminaban con machetazos en la cara, puñaladas en el estómago o un disparo en la cabeza.

El hervidero de personas llamó la atención de las autoridades que allanaron el sitio y se llevaron consigo la mercancía. Para evitar una nueva incursión de ‘la ley’ en esa zona, y como una alternativa para mantener el negocio, llegó la descentralización.

Carlos, quien por esos días era expendedor de ‘La Araña’, explica que entregaba, a quien tuviera cómo pagarla, lo que se llama una panela. Es decir, una caja del tamaño del endulzante, llena con 20 paquetes que a su vez contienen 20 papeletas de bazuco. Pronto, muchos consumidores pasaron a ser los nuevos jíbaros.

Cuenta Carlos que ellos compraban las panelas a un contacto de fuera del barrio a $100.000 cada una y las vendían a $160.000. Ganancia fácil de conseguir para muchos de los habitantes del sector quienes son hábiles ladrones, jaladores de carros, y apartamenteros.

Carlos sonríe al recordar esos días de bonanza. Las pupilas le brillan al contarme que a eso de las 11:00 a.m., después de trabajar sólo dos horas, ya se había ganado $150.000. Una pequeña fortuna en una zona donde una noche en una habitación vale $3.000. Una onza de marihuana, $2.000. Un buen par de botas, $3.500 y una sábana para el frío, $700.

Otros precios de artículos de ‘primera necesidad’ en el Calvario caleño son: un rollo de papel higiénico vale $400. Una caneca de aperitivo de aguardiente $1.300. Un jean, $1.000. Un almuerzo $1.200.

Carlos comenta que los jíbaros camuflan la droga en las carretas de reciclaje, en colchones viejos, en bibliotecas de madera, en tarros de leche, en la ropa usada.

Pero, “¿quién tiene el poder para inundar el barrio con tanta droga?”, me animo a preguntar. Carlos deja de sonreír. Se encoge de hombros y sólo me responde, poniendo el dedo amarillo y ampollado sobre sus labios, que esas cosas es mejor no saberlas.

Hacia abajo en la jerarquía también hay ganancia. Una persona que haga las veces de campana, es decir, que anuncie a tiempo la presencia de la Policía, puede ganar al día $10.000.

Me topo con un niño. Es pequeño y camina como dormido. Tiene telarañas de pegante en la comisura de los labios. Lleva puesta una camiseta azul de un equipo de baloncesto. En su mano derecha lleva un enorme cuchillo. Camina hacia una olla tambaleándose. Ya ‘Lenin’, otro indigente, me ha advertido sobre los niños.

Y es que en esa zona donde todo el mundo es peligroso, los más temibles, quien lo dijera, son los menores de edad. Salen como pirañas, ‘limpian’ a su víctima en segundos. Temo un ataque pero voy bien escoltado. La ley de esa jungla es no atacar a los tuyos.

Como si la advertencia de ‘Lenin’ necesitara reforzarse, al final del callejón, justo frente a mí, media docena de menores se trepan como micos a la parte trasera de un camión que transporta quién sabe qué.

Los menores se cuelgan de la lona e intentan robar la carga. El conductor acelera tanto como puede y los niños se lanzan a tierra con las manos vacías. Minutos después paso a su lado y ellos me escudriñan de arriba abajo. Por suerte, voy bien acompañado.


El peso del mundo a cuestas

El Calvario es un infierno y las llamas son la droga. Adentro hay personas que en un solo día pueden consumir hasta cien sobres de bazuco. Sin comer, sin dormir, sin ir al baño. Sólo ‘soplan’. Solamente salen de allí cuando escasean los alcaloides y es hora de comprar más.

Entre ellos es común que haya niños. De esos niños peligrosos. Hijos de alguien. Niños de la miseria que crecerán allí y, por devastador que suene, morirán allí sin haber estudiado, sin celebrar la Navidad bajo un techo, con toda la familia, sin pasar una tarde de domingo elevando una cometa.

Y es que la adicción a esta droga no conoce límites. Para conseguirla, en El Calvario hay centenares de madres que prostituyen a sus hijos apenas alguien los encuentra atractivos. No importa qué edad tengan, no importa de qué sexo son. Así, los cuerpos de niñitas flacas y mocosas son ofrecidos por sus familiares al mejor postor. Las pequeñas también son adictas y la prostitución es una forma de sobrevivir. Las drogas les evitan sentir hambre o sed. Las drogas lo suplen todo. Hasta hacen crecer callos en el corazón.

Algunas terminan tan gastadas, tan poco apetecibles, tan destruidas por dentro que es fácil verlas con apenas hilachas de ropa encima, con más huesos que carne, raspando paredes para oler lo que sea. Pienso en ella. La niña de las chaquiras en el cabello.

Cambio de tema. A ‘Lenin’, que le dicen así por sus constantes discursos comunistas, le pregunto si la leyenda del hombre que vendió sus muelas a estudiantes de odontología por $5.000 cada una es verdad o si sólo es eso, una leyenda.

Se echa a reír de buena gana y me dice con una sonrisa sin dientes pero cómplice “un diente, un riñón, un hijo... Aquí se vende o se roba lo que sea por meter, mijo. La única razón de vivir de muchos acá es la droga”.

‘Zeta’ va más allá. Me cuenta que la principal razón de la violencia es, realmente el consumo. A veces un simple empujón o una pisada descuidada a un adicto deriva en puñaladas o en un machetazo en medio del rostro.

En los últimos años la situación se ha vuelto aún más peligrosa porque a este infierno han caído desmovilizados de las AUC y de las Farc.

‘Caregato’ me asegura que él patrulló con los ‘paras’ en el Meta hace años. Esa es la razón por la que está en la calle. El bazuco era la fórmula mágica para vivir con el remordimiento de haber asesinado campesinos inocentes.

Cuando llegó a El Calvario, hace tiempo ya y empezó ganarse la vida como jíbaro, se hizo a una reputación liquidando sin contemplación a cualquiera que tuviera una deuda de drogas con él.

Sin alterarse recuerda cómo degolló a una mujer a la que le fió una panela y luego no le quiso pagar.

Él mismo se encargó de desaparecer el cuerpo. Lo desmembró en su casa y luego envolvió las partes cercenadas en bolsas plásticas que un reciclador cargó en su carreta hasta el río Cauca. Ese mismo procedimiento se repitió una y otra vez.

Pero, no solamente por problemas de droga la gente muere en El Calvario. De hecho, se podría decir que la vida humana vale menos que la de un animal. ‘Zeta’ me cuenta que en una oportunidad se tropezó borracho y se fue de bruces. Infortunadamente su caída fue amortiguada por un perro que cruzaba por el andén. Al día siguiente el can apareció muerto y sus dolientes no dudaron en dispararle ocho veces a ‘Zeta’, como retaliación. Dice que si está vivo es porque Dios así lo quiso.

A ‘Pancha’, una lesbiana que habita la calle hace más de diez años, su pareja le abrió la garganta con una puntilla porque no quiso regalarle $3.000 para un pan. No es exageración. En El Calvario un pan vale más que una vida.

Horas más tarde, después de dejar atrás el barrio y ya boca arriba en mi cama pienso en ellos. En ‘Zeta’, en ‘Caregato’, en ‘Lenin’. Cada frase que me dijeron me hiere como un puñal. Cada rostro de un niño drogado me impide cerrar los ojos.

La dulce voz de la pequeña ofreciéndose por míseros dos mil pesos me hace preguntarme si acaso Cali es una ciudad ciega, sorda y muda. Intento explicarme cómo es posible que todo esto que viví ocurra a 140 pasos del Palacio de Justicia, a cuatro cuadras de la Iglesia de Santa Rosa, al lado del barrio Alameda. Qué ironía.

Una frase que me dijo ‘El filósofo’, un viejo zorro que cayó en desgracia hace ya varias décadas, me da vueltas en la cabeza: “A veces pienso que si ponen una bomba en las cuatro esquinas de este lugar y lo vuelan lo único que se perdería sería la dinamita”.

Cierro los ojos y las imágenes vuelven de nuevo. ¿Quién puso el peso del mundo sobre mis hombros? Niñas prostitutas, bebés asesinos, cuerpos desmembrados por una deuda de $5.000. Ya no lo puedo soportar más. Me doy vuelta en mi cama y desolado, rompo a llorar.

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