Por: Gonzalo Duque
Escobar *
En estos tiempos de grandes
decisiones y cambios fundamentales como los que supone la Paz que soñamos
tantos colombianos, naturalmente van saliendo dificultades surgidas del
conflicto de intereses entre las partes, como de la incapacidad consustancial
de algunos actores sociales con precario desarrollo conceptual. Las primeras de
aquellas, por regla general consecuencia de posturas antes veladas y ahora
abiertas de quienes tienen más poder del que merecen y que no desean perderlo,
y las segundas, fruto de una percepción limitada del mundo, la que se expresa
en desconfianza para actuar con acierto, por parte de una inmensa mayoría de
colombianos, que desafortunadamente beben mensajes cargados de pasiones y malas
intenciones, orquestados por los primeros.
Hace lustros escuchaba en mi
Universidad al respecto, de un importante académico de esos que sueñan con la
construcción de la Nación, la tesis anterior ilustrada con una magistral idea:
el establecimiento en que se soporta una sociedad, después de todo
necesariamente termina por cumplir su vida útil tras un ciclo de evolución,
razón por la cual, tras la intensificación de los conflictos surge la crisis y
con ella la necesidad de un cambio estructural. Una imagen para ilustrar la
dinámica de semejante proceso, es la de un espacio que estando atado a un
ordenamiento propio de su estado inicial, tras el surgimiento de una nueva
sociedad y las nuevas circunstancias, exige liberar sus ataduras para
dilatarse, reacomodarse y cerrarse de nuevo, con otras fronteras y
posibilidades para los actores; pero es allí donde algunos, tras liberar las
ataduras del establecimiento, al no saber a dónde ir ni cómo moverse para sacar
legítima ventaja, terminan atentando contra el proceso y rompiendo compromisos.
Para nadie es un secreto que la
historia social de Colombia, ha estado cruzada por la injusticia de unos
privilegios e inequidad relevantes; que la distancia ideológica entre liberales
y conservadores, al no generar contradicciones políticas solo cierra espacios
y alternativas de participación; y que
el excluyente lenguaje de la competitividad tan solo ofrece opciones reales
para una reducida fracción de la población. En ese orden de ideas, sólo con
estos elementos podría trazarse un escenario de acuerdos fundamentales, a
partir de los cuales se implementen políticas para corregir la inequidad,
cerrar la profunda brecha de ingresos promedio entre ciudad y campo,
democratizar las oportunidades políticas en bien de la sociedad civil,
destronar el imperio de una corrupción que se escuda en la impunidad de la
justicia, y corregir los factores económicos y políticos que históricamente
oprimen a las grandes mayorías.
A modo de ejemplo, el conflicto de la
tierra donde la verdadera inequidad resulta visible solo cuando se mide la
concentración de la propiedad a partir de los precios de mercado y no de la
extensión de los predios como suele presentarse, o de los impuestos dado que el
valor en el registro predial tampoco funcionaría cuando sabemos cómo la
corrupción afecta el sistema predial ejerciendo influencias sobre alcaldes y
demás funcionarios para subvalorar la propiedad, como pago de favores por el
financiamiento de campañas electorales. Dicho conflicto, importante por su rol
como dinamizador histórico, ya que tras las guerras civiles del siglo XIX
consecuencia de la ambición política y alimentada por la pobreza en un
escenario profundamente rural, terminadas las contiendas pero no los
conflictos, se crean las condiciones para la violencia partidista de mediados
del Siglo XX, cuya causa fundamental parte de una problemática social
desatendida, como son las necesarias reformas laborales para los trabajadores y
el acceso a la tierra para los campesinos, dos temas que resultan eclipsados
por la disputa bipartidista del poder.
Y mientras sigan persistiendo el
divorcio entre “país político y país nacional” manteniendo cerrado el escenario
de participación política, el atraso del campo expresado en una brecha de
productividad e ingresos, y los aires guerreros que camuflan el enfrentamiento
del campesinado con los propietarios de tierra intentando perpetuar la
inequidad, se perpetuará la actual violencia insurreccional que se vive en el
campo, y posiblemente se hará más compleja la solución a los nuevos conflictos
urbanos, que ya se multiplican y extienden más allá de las metrópolis
colombianas, alcanzando las pacíficas ciudades de la zona cafetera.
Lo anterior no solo para advertir
que, si bien el ritmo en que surgen los conflictos y su potencial intensidad
serán crecientes en virtud de la acelerada dinámica y mayor complejidad de los
cambios de vida y experiencias sociales en el curso del tiempo; también más
allá de un simple acuerdo para detener la guerra sin atender los males que la
explican, el proceso de paz necesariamente debe alcanzar acuerdos mínimos para
trazar políticas y emprender acciones sociales, económicas y ambientales,
suficientes para desencadenar cambios estructurales, como resultado fundamental
para la construcción de una Nación más digna.
* Profesor de la Universidad Nacional
de Colombia. http://galeon.com/cts-economia
[Ref: La Patria/ Manizales, 2013-02-04.]
Relacionados:
Desarrollo y
ruralidad en la región cafetalera. http://www.bdigital.unal.edu.co/5802/
Los frágiles
cimientos de la democracia. http://www.bdigital.unal.edu.co/3554/
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