Se solía pintar a la burguesía industrial y a su gremio, la ANDI, como la facción hegemónica del Estado que sometía a todos los demás a sus designios malévolos.
Por: Salomón Kalmanovitz
Lo cierto es que se trata de un sector que sale mal librado de las políticas estatales: en 1992 se dio la apertura comercial que les redujo la protección arancelaria (lo que no pasó con el sector agropecuario); se firmaron muchos tratados de libre comercio, pero no se desarrolló la agenda interna que debía fortalecerla; en 1993 se le colgaron las contribuciones de la seguridad social que debieron ser asumidos en su mayor parte por los patronos (en otros países salen del presupuesto general); el Congreso tiende a castigar a las empresas con impuestos crecientes, mientras exime a los terratenientes y a las fundaciones con ánimo evasivo.
Los generadores de electricidad y gas les cobran duro a la industria pues el Gobierno les garantiza una tasa de retorno de 15 % sobre su capital. El Gobierno le pone altos impuestos a la gasolina y al diésel, incluyendo subsidios elevados al etanol y al aceite de palma, que elevan los costos de transporte, mientras que la infraestructura defectuosa y la pobre logística elevan todavía más los costos de transacción del sector. El contrabando abierto y el técnico le hacen más daño a la industria que la misma apertura.
En adición a todos estos males, la enfermedad holandesa infectó con virulencia tanto a la industria como a la agricultura. La tasa de cambio, fortalecida por las exportaciones mineras, permitió que las importaciones penetraran el mercado interior y dificultó sus exportaciones. Si los aranceles a los bienes industriales se redujeron del 40 % al 12 % en los 90 (antes de eso hubo protección infinita), la subvaluación del peso llegó en algunos períodos a ser mayor del 30 %, mientras que los competidores asiáticos contaban con salarios bajos y productividades mucho más elevadas que las nuestras. La enfermedad holandesa no fue contrarrestada por políticas macroeconómicas de ahorro fiscal que hubieran evitado tanta revaluación del peso y consecuentemente la aguda devaluación que estamos padeciendo.
Hoy la industria y la agricultura pueden sustituir la dinámica que obtuvieron durante casi tres décadas el petróleo y la minería. Para ello, deben darse políticas públicas que contribuyan a aumentar su productividad y resuelvan las carencias anotadas.
La educación y la investigación son cruciales. Las ramas industriales locales deben hacer parte de las cadenas que caracterizan hoy la división internacional del trabajo. De alguna manera, eso está sucediendo, como lo muestra tanto la participación de las importaciones en el consumo intermedio industrial como la exportación de bienes industriales procesados y semiprocesados que han logrado algunas empresas locales muy exitosas.
Se han perdido negocios en las ramas automotriz, alimentos y otros por carecer de economías de escala, por la protección que reciben algunos productores de materias primas que elevan los costos de los que las utilizan, como los del azúcar, al tiempo que se ha tolerado la competencia desleal (dumping) en el mercado local.
Un estudio de Fedesarrollo de Mauricio Reina destaca la baja capacidad estatal para afectar la compleja realidad de la industria. El fracaso sistemático de las políticas públicas en esta esfera se debe “a la fragilidad de las instituciones encargadas de implementarlas”. Ojalá esta vez sea diferente.
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