viernes, 21 de junio de 2019

Colombia: ¿muere el país rural?

Por: Gonzalo Duque-Escobar *
RESUMEN: En el examen del problema rural de Colombia, más que la dotación de recursos, lo que interesa es su distribución y las estrategias de un desarrollo integral, entendido como la contribución del crecimiento económico a la corrección estructural de las causas de desequilibrios sociales y regionales del territorio manteniendo su integridad; si las políticas para el campo, en lugar de democratizar la tierra y fortalecer la economía rural, se reducen a mitigar la pobreza recurriendo al asistencialismo y a propiciar procesos caóticos de colonización y dinámicas de migración campo-ciudad, además de agravar la estructura concentrada de la propiedad terminan desconociendo un derecho fundamental de la cultura campesina, favoreciendo el despojo de tierras e impidiendo la construcción de la Paz de Colombia. PDF: Colombia: ¿muere el país rural? 
Si a nivel mundial, el carácter de un territorio suele calificarse de rural o urbano, Colombia por ser un país de regiones donde el 94% de la tierra es rural y el 30% de las personas vive lejos de las urbes, aún sigue siendo un país fundamentalmente rural. Allí, donde el 80% de los propietarios son minifundistas, ya que según el Censo Nacional Agropecuario, las Unidades de Producción Agropecuaria (UPA) de menos de 0,5 hectáreas representan el 70,4% del total de UPAS, tenemos que el 77% de la tierra está en manos del 13% de los propietarios, y el 30% le pertenece al 3,6% que son latifundistas. Examinemos las limitantes históricas de su desarrollo y las determinantes de la nueva ruralidad.
En primer lugar, la estructura de la propiedad de la tierra caracterizada por un Gini de la tierra del 0,88 (IDH 2009), medida de la desigualdad que en lugar de bajar crece tras medio siglo de violencia y despojo de tierras, lo que se traduce en una regresión a la reforma agraria, cuya historia fallida pasa por las leyes de tierras de 1936 y de 1944, la creación del Incora (Ley 135 de 1961 y Ley 1ª de 1968 que la modifica), la Ley de Amnistía de 1982, la Ley 30 de 1988 y la Ley 160 de 1994. Con todo esto, en las dos últimas décadas, de la superficie agropecuaria del país estimada en 44 millones de hectáreas, 6,6 millones equivalentes al 15% han sido despojadas.
Y segundo, las brechas de ingresos y pobreza entre ciudad y campo, dado que el ingreso medio percápita rural es la tercera parte del urbano; y para subrayar tal fisura, basta señalar que mientras la pobreza campesina llega al 66%, la indigencia es del 33%. Al respecto las dinámicas del empleo rural muestran hoy que el agro aporta el 20% de la población total en edad de trabajar; en dicho indicador, cacao, café, palma de aceite, banano y arroz, han sido los principales generadores de empleo, en este sector caracterizado por tasas de participación y ocupación altas y estables, pero con altos niveles de informalidad y baja remuneración.
Añádanse a este panorama, que: 1- los 7,7 millones de víctimas del desplazamiento forzado ocurrido desde 1985, según la Defensoría del Pueblo muestra una afectación desproporcionada sobre comunidades indígenas (6,2%) y afro-colombianas (21,2%); 2- la pobreza por acentuarse en los medios rurales y hacerse menos notoria en el ámbito de las mayores conurbaciones, tiene características territoriales bien definidas; y 3- el subdesarrollo rural que se relaciona con el bajo desarrollo del aparato productivo del campo, conduce a la precariedad de los indicadores sociales.
Ahora, el tema en el Plan Nacional de Desarrollo, que al olvidarse de la democratización de la propiedad de la tierra pareciera orientarse únicamente al necesario desarrollo agroindustrial, por olvidar lo fundamental del “Pacto por la equidad rural y el bienestar del campesino” fruto de una concertación, pareciera desconocer además del Acuerdo de paz, la Sentencia C077 de 2017 de la Corte Constitucional considerando a los campesinos y trabajadores rurales sujetos de especial protección constitucional, dada la deuda histórica por las condiciones de vulnerabilidad y discriminación que los ha afectado, así como por los desafíos que enfrentan con modelos agroindustriales que sustituyen la producción rural artesanal, y los cambios en usos y explotación de recursos naturales.
En el anterior contexto, entre otros factores que inciden en la nueva ruralidad colombiana, tenemos las cadenas agroalimentarias: de todo el potencial, únicamente 6 millones de hectáreas son aptas para el sector pecuario y 2 millones están en cuerpos de agua; y salvo en palma de aceite y en cacao donde el país aporta poco menos del 2% de la producción mundial, falta mayor participación en el mercado de productos con alto nivel de demanda, como maíz, aceite de soya, cítricos, y frutas tropicales. Al cultivo del café cuya crisis se refleja en una participación del 0,8% del PIB, se suma el precario mercado forestal donde Colombia participa con menos del 0.1% de la producción mundial, estimada 3.700 millones de dólares (FAO, 2015).
Para mitigar los impactos sobre la vida campesina, cuya producción artesanal no se puede confundir con industria ni agroindustria, una de las determinante debe ser el empoderamiento del territorio, donde los procesos de cambio que exigen objetivos relacionados con cultura rural y calidad de vida, demandan una educación centrada en el desarrollo humano como clave para alcanzar la equidad, y estrategias de ciencia, tecnología y cultura para elevar la productividad en el contexto del territorio, siempre y cuando se parta de la premisa de que el país le apostará a una verdadera reforma agraria que distribuya la tierra, dado que el problema real del campesino colombiano reside en la inequidad.
Lograr la necesaria interrelación entre los escenarios urbanos y rurales, respetando los derechos socio-ambientales del territorio como construcción social, puede conducir a un crecimiento económico con desarrollo, si para el efecto la Ley Zidres que entrega en concesión grandes baldíos y apalanca con tierras el desarrollo agroindustrial del país, en las políticas agropecuarias hubiera implementado una reforma agraria para democratizar la propiedad, ya que la inequidad en la tenencia de la tierra es quizás el mayor lastre que ha impedido el desarrollo rural de Colombia en 200 años de historia: en la cosmovisión del campesino, la tierra como factor productivo y vínculo cultural es un bien fundamental e inalienable.
Una retrospectiva histórica
Imagen: Emberas- Chamíes. Fuente: Espacios Vecinos) y Evolución de la tenencia de la tierra en Colombia 1960-2014. Fuente: III Censo Nacional Agropecuario
Aunque la Constitución de 1886 definía la propiedad de la tierra como un derecho natural, gracias a la Reforma de 1936 que redefinió dicho derecho como “una función social que genera obligaciones”, se crearon las bases para la adopción de una legislación especial que tratara el problema de la tenencia de la tierra abordado en la Ley 200 de 1936; no obstante por razones políticas que frenaron las reformas liberales, el propósito de esta ley de tierras no alcanzó a materializarse. Posteriormente, pese a que las políticas de sustitución de importaciones y el proteccionismo keynesiano, contribuyeron a impulsar y modernizar la agricultura en Colombia desde mediados el siglo XX, entre 1951 y 1990 la población urbana del país pasó de 38% a 70%, al tiempo que la brecha educativa entre ciudad y campo se amplió al crecer la diferencia de 2 años en 1950 a 3,4 años en 1995.
Si a partir de los procesos de paz de los años ochenta y noventa del siglo XX, con la reforma a la Carta (1991) definiendo a Colombia no sólo como un Estado de derecho sino también como Estado social, en lugar de ponerle límite a los monopolios y oligopolios con la libre competencia, se dio un proceso de reconcentración de la actividad económica; y así el país haya pasado de una democracia representativo y clientelista a otra más participativa, en la que se democratizaron los procesos de descentralización, apareció el voto de opinión y se implementó el acceso a la justicia, el país no logró poner en cintura la corrupción, con lo cual el gasto público por no haber logrado ser factor de desarrollo económico y de equidad social, continúa postrando el campo.
En suma: por no haberse logrado una reforma agraria en 200 años de creada la república, ni haberse modernizado el Estado colombiano durante las dos décadas del Frente Nacional, ni con la Asamblea Constituyente de 1991, al igual que las guerras civiles del siglo XIX y la violencia partidista, sin que haya quedado base histórica alguna de logros en materia de igualdad de oportunidades en beneficio de las bases sociales y en particular para beneficiar a los campesinos – salvo en la región de la colonización antioqueña y en las nuevas zonas de frontera-, también ahora pese al acuerdo de paz concluyendo el conflicto de los últimos cincuenta años que produjo más de doscientas mil muertes, con la violencia implementada por nuevos actores armados, sumada a la desaparición sistemática de líderes sociales, a la arremetida de actividad extractiva y a las trabas políticas al proceso de paz por parte de los sectores más retardatarios que objetan la JEP, se continúa desplazando al campesino hacia las ciudades.
Finalmente, como evidencia del retraso relativo de las fuerzas productivas entre ciudad y campo en Colombia, entre 1970 y 1996 el Producto Interno Bruto (PIB) agropecuario aumentó en promedio 3,3% por año con tendencia decreciente, al tiempo que el PIB total entre 1970 y 1996 tuvo aumentos siempre mayores, llegando su promedio al 4,1% anual, así: 5,4% en los setenta 3,5% en los ochenta y 4,5% en lo corrido de los noventa.
* Profesor de la Universidad Nacional de Colombia y Miembro de la SMP Manizales. http://godues.webs.com  Imagen: Gini de Tierras 2009 para Colombia. En: Informe de Desarrollo Humano 2009. [Referencia: Museo Interactivo Samoga, Manizales, 17 de Junio de 2019]
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Noroccidente de Caldas: Un Territorio Forjado en Oro, Panela y Café



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